Por qué creo que la culpa es de Walt Disney.

Se acerca el final de algo. No sé exactamente el final de qué. Pero este año 2016 nos ha traído (además de terribles pérdidas personales irreparables) una serie de señales inequívocas. Y como cada vez que sobreviene el apocalipsis y se acaba el mundo (que ya van unas cuantas) brotan como capullos en primavera los... View Article

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Se acerca el final de algo. No sé exactamente el final de qué. Pero este año 2016 nos ha traído (además de terribles pérdidas personales irreparables) una serie de señales inequívocas. Y como cada vez que sobreviene el apocalipsis y se acaba el mundo (que ya van unas cuantas) brotan como capullos en primavera los profetas apocalípticos. La misión de este personaje tan popular en la historia es, básicamente, anunciar lo que está por llegar (el fin del mundo) y señalar a los culpables, que inevitablemente somos usted y yo, es decir, la gente normal.

«Arrepentíos pecadores que habéis votado a este tipo, o aquella opción, y habéis arruinado la moral». La moral, que no cualquier moral. La moral que él nos ha enseñado, la de verdad-verdad. La neta (que dirían los mexicanos). Esa que te cuentan en la tele, que los periodistas más pomposos y falsos nos enseñan con paciencia (porque somos tan cabeza dura…). Ahora se lleva mucho eso. Todo se basa en los valores, nos dicen, mientras faltan al respeto y la educación más básica. Igual hacen eso para que aprendamos por oposición, lo que no hay que hacer. El caso es que la marca de calidad, el ejemplo pata negra de los valores, es el programa Gran Hermano y el resto de los realities (nadie los ve y son siempre record de audiencia, misterios de la vida). Los nuevos coachers en valores son los pseudo-intelectuales al servicio del establishment, los periodistas del hígado, los tertulianos de todo a cien, encaramados a la fama faltando al otro y faltando a la verdad, interrumpiendo y gritando, escuchando por el pinganillo (o el chicharro) lo que le dicen desde producción solamente a él, para hacer sangre, o provocar confusión, esta gentuza de la secta «todo por la audiencia» tan serviles al poder. Pero, por encima de todos ellos, los políticos. La superioridad moral de esta gente es tal que la población humilde, honrada, de bien, se calla y mira, paralizada. Muchos, por falta de personalidad, por miedo, o por lo que sea, solo mascullan «Pues debe ser verdad, cuando sale en la tele, algo hay». Y de esa manera se escribe una parodia de la realidad a la medida de mangantes, pretenciosos ingnorantes y mucho ser vacío, sin escrúpulos de conciencia.

¿Y Walt Disney? Disney provocó que padres adultos hicieran adictos a sus hijos a fantasías en las que los elefantes volaban porque un ratón vestido de rojo les regalaba una pluma. Disney pintó un mundo donde no hay dolor que dure 90 minutos, donde la vida está dibujada en colores pastel, y en donde el bien y el mal supuestamente se identifican perfectamente, uno no tiene que ser muy perspicaz, no tiene que estar alerta, no tiene que pensar, te lo dicen. No es que no haya pensamiento crítico, es que no hay pensamiento. No solamente en los años 50 o 60, en nuestro siglo XXI, todos somos hijos del universo de los dibujos animados que acabo de describir.

El resultado es, por ejemplo, que en las universidades estadounidenses se está reclamando retrasar los exámenes para superar el triunfo de Trump, pero la abstención fue próxima al 50%. Y algunos jóvenes y no tanto se tiran a la calle a quemar coches, defecan en público (qué diría Freud), lloran como bebés y se rasgan las vestiduras. Los demócratas no se plantean qué hicieron mal. No se plantean por qué casi la mitad de la población no se ha acercado a las urnas. No he visto estudios, encuestas, investigaciones de campo en ningún canal, preguntando a los abstencionistas «¿Y usted por qué no votó?«, no para insultar o recriminar, sino para entender qué está fallando en una sociedad civil como la estadounidense. Se quejan de los colegios electorales, diseñados por los fundadores para proteger a las minorías. El propio Obama ha dado una lección de madurez democrática, a diferencia de la perdedora Clinton que no tuvo a bien dar la cara. Del 55% de votantes, el 47%, es decir, apenas el 25% de la sociedad americana, llora. Patalea. No puede vivir con lo que el otro 29% de la población votó. Se acaba el mundo. Que se hunda todo. Resulta que en nuestro mundo no hay elefantes que vuelan. Y no es porque el ratoncito no le dio la pluma. Es que no son reales. ¡Desgraciado Walt Disney!

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