Meditaciones en tiempo de pandemia 2: la ignorancia humana
Todos nos entristecemos cuando pensamos en las maravillosas capacidades que parecen tener los seres humanos y contrastamos dichas capacidades con los pequeños logros conseguidos. Una y otra vez la gente ha pensado que podríamos hacerlo mucho mejor. Feynman se pregunta por qué no lo logramos.
El científico Richard Feynman reflexiona sobre la ignorancia humana en su ensayo “La incertidumbre de los valores”.
Todos nos entristecemos cuando pensamos en las maravillosas capacidades que parecen tener los seres humanos y contrastamos dichas capacidades con los pequeños logros conseguidos. Una y otra vez la gente ha pensado que podríamos hacerlo mucho mejor.
Así comienza Feynman su andadura. Y sigue enumerando razones por las que los seres humanos hemos ido justificando que no se hayan hecho mejor las cosas. Tal vez en el pasado eran más ignorantes y el problema se solucionaría con la educación.
Si todas las personas recibieran instrucción, quizás todos podríamos ser Voltaire. Pero resulta que la falsedad y el mal pueden enseñarse tan fácilmente como el bien. La educación es una fuerza poderosa, pero puede funcionar en una dirección o en otra.
Tampoco los medios de comunicación han servido para llevar a una comprensión, porque pueden ser controlados y sofocados. Lo que se comunica pueden ser verdades pero también mentiras. Después depositamos nuestras esperanzas en las ciencias aplicadas, pero la misma ciencia que cura, es capaz de desarrollar enfermedades y males. Hemos hecho avances, sin duda, pero los logros son mucho menores que lo que podría esperarse de nuestra capacidad potencial. ¿Por qué no podemos conquistarnos a nosotros mismos? Feynman responde que se debe a que las mayores fuerzas o habilidades no vienen con manual de instrucciones: las ciencias no enseñan directamente el bien y el mal.
A lo largo de todas las épocas, los hombres han estado tratando de descubrir el significado de la vida. Advierten que si pudiera darse alguna dirección o algún significado al conjunto, a nuestras acciones, entonces se liberarían grandes fuerzas humanas. Y, por ello, se han dado muchas respuestas a la cuestión del sentido de todo esto. Los defensores de una idea han mirado con horror las acciones de los creyentes de otras; con horror porque, desde un punto de vista discordante, todas las grandes potencialidades de la competición estaban siendo canalizadas hacia un falso y limitador callejón sin salida. En realidad, a partir de la historia de la historia de las enormes monstruosidades creadas por las falsas creencias, los filósofos se han dado cuenta de las grandes potencialidades y maravillosas facultades de los seres humanos. El sueño es encontrar el canal abierto.
Nunca lo vi desde ese punto de vista, pero es cierto. La rivalidad de las creencias más rígidas consume mucha energía, tiempo y recursos, y finalmente no conduce a las respuestas que buscamos, nos enfrenta. Pero bajo las circunstancias más adversas y terribles, en medio de entornos corruptos y podridos, florece, de repente, un atisbo de nobleza, un acto bueno. La bondad prevalece.
Y, tras una interesante reflexión acerca de la ciencia, la religión y la ética, finaliza con estas jugosas palabras.
No somos tan inteligentes. Somos estúpidos. Somos ignorantes. Debemos mantener un canal abierto. Yo creo en un gobierno limitado. (…) Ningún gobierno tiene el derecho a decidir sobre la verdad de los principios científicos, ni a prescribir en ningún modo el carácter de las cuestiones investigadas. Ni tampoco puede un gobierno determinar el valor estético de las creaciones artísticas, ni limitar las formas de expresión artística o literaria. Ni debería pronunciarse sobre la validez de las doctrinas económicas, históricas, religiosas o filosóficas. En lugar de ello, tiene el deber para sus conciudadanos de mantener la libertad, de dejar que aquellos ciudadanos contribuyan a la posterior aventura y el desarrollo de la especie humana.
Miro por la ventana. La calle, como no puede ser de otra manera en tiempos de pandemia, está vacía. Marzo en Madrid se ha tornado frío y gris. Somos estúpidos. Somos ignorantes. Y no paramos de demostrarlo.