Meditaciones en tiempos de pandemia 3: carta a su padre (de Kafka)
Cada 19 de marzo, Día del Padre, dedico un momento a quienes no han tenido uno en condiciones y a quienes son huérfanos de padre de larga duración. Decía un amigo que hay que admitir al padre con sus errores. Reproduzco el comienzo de la Carta al padre de Franz Kafka, escrita en 1919 y que nunca se llegó a enviar.
Cada 19 de marzo, Día del Padre, dedico un momento a quienes no han tenido uno en condiciones y a quienes son huérfanos de padre de larga duración. Decía un amigo en twitter que hay que admitir al padre con sus errores sin mitificarlos, porque luego es peor. A él le falta su padre desde hace cuatro años. A mí el mío desde hace uno.
Reproduzco el comienzo de la Carta al padre de Franz Kafka, escrita en 1919 y que nunca se llegó a enviar. Tras este comienzo, Franz recorre la relación con su padre desde la infancia, su mala opinión respecto a sus malogrados matrimonios, el judaísmo y se extiende en esta misiva casi 100 páginas. La edición de Vitalis incluye dibujos del propio Kafka y una detallada explicación del entorno en el que escribe esta carta. La primera reflexión acerca del miedo al padre es tan humana que me hace sonreir.
Queridísimo padre:
Me preguntaste hace poco por qué afirmo que te temo. Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque razonar sobre este miedo requiere demasiados detalles como para que al hablar pueda coordinarlos a medias. Y si ahora intento contestarte por escrito, aún así no resultará sino muy incompleto, porque el miedo y sus consecuencias me bloquean ante ti también al escribir, y porque la magnitud del tema supera en mucho mi memoria y mi entendimiento.
A ti la cuestión siempre te ha parecido muy simple, al menos en la medida en que sobre ella hablaste en mi presencia, y en la de muchos otros, sin importante quienes fueran.
Las cosas te parecían ser más o menos así: tú has trabajado mucho a lo largo de toda tu vida, sacrificándolo todo por tus hijos, sobre todo por mí; en consecuencia, yo me he dado a la buena vida, he tenido la plena libertad de estudiar lo que quisiera, no he tenido motivos para preocuparme por el alimento, ni motivos, por tanto, de preocupación alguna.
A cambio , no exigías gratitud; tú conoces “la gratitud de los hijos”, pero aún así esperabas al menos alguna amabilidad, alguna señal de simpatía. En vez de eso, yo siempre me escondía de ti, en mi cuarto, leyendo libros, en casa de mis amigos alocados, con ideas excéntricas. (…) Si resumes tu juicio sobre mí, resulta que, en efecto no me reprochas nada verdaderamente indecente y malo (excepto, tal vez mi último propósito de casarme), sino frialdad, extrañeza, ingratitud. Y me lo reprochas como si fuera mi culpa, como si con un golpe de timón, por ejemplo, hubiera podido arreglarlo todo de otro modo, en tanto que tú no tienes la menor culpa de ello, salvo la de haber sido demasiado bueno conmigo.